Había una vez un niño que quería leer

En un fragmento de la vida escolar, esta escena se impone ante los ojos distraídos del observador de forma contundente y a la vez mágica.

En el marco del acto de fin de año de una escuela de la Ciudad de Buenos Aires, hay un niño que pide un deseo. Un deseo genuino, inspirador.

La propuesta, elaborada por una docente, consistía en que los niños junto a sus familias pudieran expresar un deseo para dejarlo plasmado en una hoja de “El árbol de los deseos” de la escuela. Dada la época de cierre del ciclo lectivo, este deseo implicaba, además, una apuesta al futuro. Invitaba a soñar y proyectar un nuevo año, desde la intimidad de un sujeto que se pregunta y se piensa a sí mismo en su trayectoria pedagógica dentro de la institución.

En el caso de este niño, su pregunta se transformó en deseo. En un deseo tan cobijado en la cultura escolar, como bandera de pertenencia, que hasta podría resultar perturbador que se atreva a aparecer como imperativo, desnudando con picardía la falta.

Al pensar en estas palabras, esbozadas en complicidad con un adulto que presta una mano y algunas letras al autor, las preguntas se abren paso…

¿Qué pasó en la trayectoria escolar de este niño? ¿Cuál fue su demanda, aquella a la que no pudo ofrecerse una respuesta? ¿Qué motiva al niño para compartir su deseo con otros? ¿Es la propuesta ofrecida un disparador a su deseo o es una palabra incesantemente repetida y repetidamente desoída?

En la búsqueda de explicaciones acerca del desencuentro entre una práctica de enseñanza que no resulta exitosa y un aprendizaje que no logra desplegarse, la pregunta por el deseo resulta pertinente y necesaria.

Ante el fracaso del encuentro, se pone de manifiesto el cuestionamiento a la fórmula que predica, como una sentencia divina, que aquello que ofrece la escuela coincide con lo que el alumno está dispuesto a recibir.

Se impone un discurso homogeneizador que encorseta la enseñanza de la lectura y la escritura, acomodándolas a sus lineamientos. Desde ese lugar, se niegan o resisten elementos que promueven la diversidad, revelando la heterogeneidad que es propia de la complejidad de esos saberes.

En este sentido, cabe destacar el proceso de transformación en el que están inmersas las prácticas de lectura y escritura, tornándose imperioso procesar los cambios culturales que le dan entidad y permitirles el ingreso a la escuela, o mejor dicho, legitimar y resignificar ese ingreso que es ya, un hecho.

Esta defensa a ultranza de la certeza instalada sin cuestionamientos, al amparo de una trayectoria extensa y “aparentemente” exitosa de respaldo, deja sin respuestas a aquellas demandas, como la citada, que no se “ajustan” a la regla.

La disposición a la escucha de la demanda es el punto de inicio a un pensamiento transformador, aún cuando no responda a nuestras propias expectativas. La apertura a diferentes interpretaciones, a otras miradas, a nuevos interrogantes, desarma la rigidez de un discurso unívoco donde a cada intervención le cabe una y solo una respuesta. Cuando hay lugar a la escucha, la experiencia singular se revela.

Y de eso se trata, justamente, de hacer lugar. Lugar propio y compartido a la vez. Lugar que habilita e invita. Lugar que cobija, que ofrece.

Acercar  la posibilidad a todos los alumnos de acceder a los bienes culturales que tienen valor para la inclusión social, es un derecho pedagógico impostergable. Se impone como una deuda pendiente que es necesario saldar. La escuela es llamada reiteradamente a compartir ese valor, democratizando la oportunidad de aprender a leer y a escribir.

Brindar estos saberes supone dominarlos, pero también encontrar la forma de que los alumnos puedan ingresar a ellos. Y este camino no es siempre igual. En su trayecto aparecen obstáculos, hallazgos inesperados, marchas y contramarchas. A su vez, sabemos que el camino que transita cada alumno es propio, particular. Suponer lo contrario es amordazar la subjetividad de los niños.

Reconocer estos objetivos supone trazar un horizonte para orientar nuestras prácticas, abrazando un compromiso con la pluralidad y el respeto por la diversidad.

Un horizonte. Hacia allí caminamos, en la búsqueda de una transformación que invite a pensar en una escuela más linda, para todos.

Y colorín colorado, un deseo ha sido sembrado.

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